
El 1 de mayo, Día del Trabajador, suele estar marcado por discursos políticos, reclamos laborales y marchas. Es un día que recuerda conquistas sociales, pero rara vez se habla del trabajo desde una perspectiva más profunda: la espiritual.
¿Qué sentido tiene el trabajo más allá del sueldo? ¿Qué dice Dios sobre nuestro esfuerzo diario? ¿Hay dignidad en el oficio del albañil, la enfermera, el docente o el recolector de basura?
La Biblia responde que sí. Más aún: el trabajo es parte del diseño divino para la humanidad.
El trabajo no es una maldición
Una de las distorsiones comunes en el imaginario popular —e incluso en algunos creyentes— es pensar que el trabajo es una consecuencia del pecado original. Pero eso no es lo que enseña la Escritura.
En el Génesis, antes de la caída, ya encontramos al ser humano con tareas asignadas:
“Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (Génesis 2:15).
El trabajo aparece en el Edén, en un mundo sin pecado. No era castigo, era propósito. Adán fue creado para cultivar, cuidar, organizar. Eva fue creada como ayuda idónea, lo que también incluye participación activa en la vida productiva. El trabajo dignifica porque forma parte de la imagen de Dios en nosotros: Él trabaja, crea, sustenta.
Después del pecado, sí cambió algo: el trabajo se volvió arduo, agotador. “Con el sudor de tu rostro comerás el pan…” (Génesis 3:19). Pero el problema no es el trabajo en sí, sino el dolor que ahora lo acompaña. Aun así, Dios no revoca el mandato de trabajar. Al contrario, lo reafirma en toda la Escritura.
Jesús también trabajó
Jesús, siendo Dios, decidió vivir como un hombre corriente durante la mayor parte de su vida. De sus 33 años, solo tres los dedicó al ministerio público. El resto, fue carpintero, como su padre José. El Hijo de Dios hizo mesas, puertas, vigas. No predicó sobre el valor del trabajo desde un púlpito; lo vivió con sus propias manos.
Esto tiene un valor teológico profundo: Dios no ve diferencia entre lo “sagrado” y lo “secular” si todo se hace para su gloria. El apóstol Pablo lo resume así:
“Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:23).
Eso incluye desde el sermón del domingo hasta barrer una calle o atender en una caja registradora. No hay trabajo “menor” si se hace con honestidad y entrega.
El trabajador es digno de su salario
Jesús también habló del pago justo. En una de sus enseñanzas, citó el Antiguo Testamento para subrayar una verdad económica básica:
“El obrero es digno de su salario” (Lucas 10:7, cf. Deuteronomio 24:14-15).
Esto no es solo una frase decorativa. Es un principio ético. En tiempos de precarización, sueldos indignos y explotación laboral, estas palabras cobran relevancia. Según la OIT (Organización Internacional del Trabajo), cerca del 60% de la población mundial trabaja en la economía informal, sin derechos, sin protección y con salarios bajos. En América Latina, ese número ronda el 50%. Esto no solo es un problema económico: es una falla moral.
Cuando los empleadores exprimen a sus trabajadores o los gobiernos permiten condiciones indignas, se viola un principio divino: el que trabaja debe vivir de su trabajo. La Biblia, además, es tajante con quienes se enriquecen a costa del sudor ajeno:
“¡Ay de aquel que edifica su casa sin justicia, y sus salas sin equidad; que hace trabajar de balde a su prójimo, y no le paga su salario!” (Jeremías 22:13).
No es una opinión progresista. Es una denuncia bíblica.
Trabajar no es vivir para trabajar
Ahora bien, la Biblia también advierte sobre el otro extremo: convertir el trabajo en ídolo. El afán, la acumulación, la obsesión por el rendimiento son males modernos, pero antiguos en esencia. Jesús lo expresó así:
“¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?” (Marcos 8:36).
La cultura contemporánea glorifica el hustle, el agotamiento como señal de éxito. Pero Dios manda a descansar, a detenerse, a reconocer que no somos máquinas. El sabbat —el día de reposo— es también parte del diseño divino. No es un lujo; es una necesidad espiritual y física.
En tiempos donde el burnout es epidemia global (la OMS lo reconoce como “fenómeno ocupacional”), este principio es urgente. El descanso no es pereza; es obediencia.
El trabajo como testimonio
Un cristiano también trabaja con integridad porque su conducta en el ámbito laboral es testimonio. Pablo exhorta:
“Para que andéis honestamente para con los de afuera, y no tengáis necesidad de nada” (1 Tesalonicenses 4:12).
Y en otro pasaje, dice:
“El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad” (Efesios 4:28).
El trabajo no es solo medio de subsistencia, sino plataforma de servicio. Trabajamos no solo para ganar, sino para poder dar.
En una cultura marcada por el egoísmo, la excelencia y generosidad en el trabajo son luz en medio de tinieblas.
¿Y los que no tienen trabajo?
El desempleo, especialmente el estructural, es una tragedia que debe dolerle a la Iglesia. No es solo una estadística fría. Según el Banco Mundial, el desempleo juvenil global supera el 13%, el triple de la tasa general. En países como Sudáfrica, supera el 60%. En América Latina, uno de cada cinco jóvenes no trabaja ni estudia.
Esto no solo afecta la economía de un país. Destruye el alma de las personas. El trabajo da sentido, disciplina, dignidad. La falta de oportunidades laborales es una herida abierta. Y es también una oportunidad para la Iglesia de actuar: promoviendo la capacitación, la mentoría, la inversión local, la solidaridad práctica.
La compasión no es solo dar limosna; es crear condiciones para que otros florezcan.
Trabajar para la gloria de Dios
En el Día del Trabajador, celebremos más que conquistas laborales. Recordemos que el trabajo es parte de nuestro llamado. No todo trabajo es digno en sí mismo (hay industrias que explotan, contaminan o corrompen), pero todo trabajador puede actuar con dignidad. Y cuando lo hace, glorifica a Dios.
El cristiano no trabaja solo por el pan, ni por el jefe, ni por la competencia. Trabaja “como para el Señor”. Y ese enfoque transforma todo: desde cómo tratamos a nuestros compañeros, hasta la forma en que soportamos injusticias o buscamos mejorar condiciones.
Jesús no prometió éxito económico, pero sí propósito. Y el trabajo, cuando se vive en obediencia a Dios, no es una carga, sino una misión.