
Nuestra bandera amanece hoy manchada de sangre. No es la primera vez. No será la última. Pero esta vez, el dolor tiene nombre: Miguel Uribe Turbay. Un hombre que, a sus 39 años, representaba lo que Colombia podría ser: joven, brillante, formado en las mejores aulas del mundo, pero con los pies firmes en las calles de Bogotá. Un político que cargó con el peso de un apellido marcado por la violencia —su madre, Diana Turbay, asesinada por el narcotráfico en 1991; su abuelo, presidente de un país que ya entonces sangraba.
No escribo esta columna con tinta. Se escribe con lágrimas. Porque cuando la vida de un hombre se apaga a manos de un adolescente de 14 años, cuando el eco de un disparo corta una voz que prometía renovar la política, no hay palabras frías, no hay análisis neutros. Solo hay un vacío. Solo hay un grito ahogado en el pecho de un país que, una vez más, se niega a aprender.
Recuerdo una canción de La Pestilencia, esa banda de punk que nació en los barrios quemados de este país. Una canción que dice: "¡Recobrar una vida es imposible!" Una frase cruda, elemental, casi brutal en su verdad. Y sin embargo, es la que debemos gritar hoy. Porque no hay discurso, ni ideología, ni ambición que compense una vida perdida. No hay justicia que devuelva un abrazo, una sonrisa, una promesa de futuro.
Miguel no era un político cualquiera. Fue concejal a los 25, presidente del Concejo a los 28, secretario de Gobierno de Bogotá a los 30. Fue el senador más votado del 2022, una figura que trascendió las filas del Centro Democrático, que atrajo a liberales, conservadores, independientes. No era perfecto. Tenía rivales. Tenía errores. Pero tenía algo que hoy escasea: la ambición de servir con inteligencia, con ética, con visión. Y por eso mismo, fue atacado. Por lo que simbolizaba: una derecha moderna, sin nostalgia del pasado, sin pactos con la oscuridad.
El 7 de junio, mientras hablaba en un parque de Bogotá, un niño —porque eso es, un niño— le disparó. Un acto que no puede reducirse a un delito aislado. Es un síntoma. Un síntoma de una enfermedad que lleva décadas carcomiendo a Colombia: la banalización del odio. La politización de la muerte. El uso del lenguaje como arma. La deshumanización del otro.
¿Quién enseñó a ese adolescente que matar era una opción? ¿Quién normalizó el discurso del exterminio? ¿Quién, desde los micrófonos, los congresos, las redes sociales, convirtió a los adversarios en enemigos a eliminar? Escuché a líderes políticos, de todos los lados, hablar de "enemigos", de "peligros", de "amenazas". Escuché al presidente Gustavo Petro, en más de una ocasión, usar un tono que no es de debate, sino de condena. Y no digo que haya ordenado un asesinato. Pero digo que el clima que creamos con nuestras palabras también mata. El discurso violento no dispara el arma, pero carga la bala.
Y ahora, frente a esta tragedia, vemos las mismas reacciones vacías. Por un lado, los que claman venganza, que exigen más sangre como si eso cerrara heridas. Por otro, los que ofrecen condolencias con frases huecas, como si un "mis sentidos pésames" bastara para lavar la culpa colectiva. Mientras tanto, el país arde. Pero no es nuevo. Colombia siempre ha estado en llamas. Desde Galán hasta Garzón, desde Pizarro hasta Gómez y los miles de líderes sociales anónimos asesinados en las veredas, el patrón es el mismo: matar al que piensa distinto.
Y aquí debemos ser absolutos: ¡nada justifica una muerte! ¡Nada! Ni la ideología, ni la ambición, ni la supuesta "defensa del pueblo". Pero sí hay muchas cosas que causan la muerte: el silencio cómplice, el odio disfrazado de pasión, la indiferencia de quienes miran hacia otro lado.
En medio de este duelo, debemos hacer algo más que llorar. Debemos pensar. Debemos preguntarnos: ¿qué clase de país queremos dejar? ¿Uno donde la política es guerra con otros medios? ¿Uno donde el debate se resuelve con balas y no con argumentos?
Hace años, en una marcha estudiantil, caminé junto a una amiga, Leidy, quien luego conocería a Cristo. Frente a RCN, un grupo lanzaba pintura a la policía. Sin pensarlo, tomé su mano y nos pusimos en medio. Otros nos siguieron. Nos llenaron de color, pero no nos movimos. No con violencia. Con firmeza. Con paz. Y en ese momento entendí que la verdadera fuerza no está en destruir, sino en resistir sin odiar, amar y solo amar.
Colombia necesita paz. No la paz de los ciegos, que niega el dolor. Sino la paz de los valientes, que mira el abismo y decide tender la mano. Necesitamos un "pacto de caballeros y damas" en la política: hombres y mujeres que, aunque piensen distinto, se reconozcan como iguales. Que tomen un tintico juntos. Que debatan sin despreciar. Que se desarmen, no solo de armas, sino de odio.
Miguel Uribe no murió en vano si convertimos su muerte en un punto de inflexión. Si dejamos de ser los que exigen soluciones y nos convertimos en ellas. Si honramos su legado no con banderas rotas, sino con acciones nuevas.
Hace unas semanas, una gran amiga periodista, me permitía conocer su trabajo con jóvenes de simiti, consistía en un podcast donde hablaban de su tierra, de esperanza. No hablaban del dolor, de la violencia.
Eso es lo que debemos hacer ahora: dar voz a los que no la tienen.
Los que defendimos a la policía en esa marcha, la líder que en simiti guiaba a jóvenes a contar su historia, los jóvenes en política que están llorando hoy está muerte y más, muchos más estaremos gobernando mañana a Colombia, y entonces lo haremos desde la sabiduría y para la paz. Sin embargo nuestra campaña empieza hoy y no es por votos, es por corazones para Cristo, el único capaz de sanar un corazón y a un país.
Miguel, que Dios te tenga en su gloria. Que fortalezca a tu familia, a tus amigos, a quienes creíamos en ti. Y a nosotros, los que quedamos, nos toca algo más difícil: hacer de este país un lugar donde tu historia no se repita.
Nos tocó, como pueblo, hacer lo que el presidente no pudo: tomar las riendas de un país en crisis. No con odio. Con amor. Con coraje. Con paz.
Porque al final, solo hay una verdad que resiste todos los disparos, todos los miedos, todas las divisiones:
¡La vida es sagrada!
Y por eso, hoy, no guardamos un minuto de silencio.
Levantamos la voz.
Por Miguel.
Por todos los que se fueron.
Por los que aún quedan.
Por Colombia.
Con lágrimas de dolor y esperanza,
¡Colombia pronto amanecerá!