
Las excarcelaciones de miles de presos comunes en Nicaragua generaron un clima de preocupación en la opinión pública y entre organizaciones sociales, tras una serie de casos de reincidencia violenta que cuestionan la política de “convivencia familiar” impulsada por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. La situación quedó en evidencia luego del asesinato de una anciana de 81 años, cometido por un hombre que había sido beneficiado con la medida apenas meses antes.
Según informó el diario El País, José Francisco Salgado fue indultado y liberado el 16 de octubre de 2023. El 27 de enero de 2024 regresó a la casa de su tía, María Torrez Salgado, para matarla mediante asfixia y luego huir con un televisor y un celular. El caso conmocionó al país y puso en el centro del debate el criterio bajo el cual los convictos están siendo liberados.
La liberación de Salgado no es un hecho aislado. Desde 2014, el régimen excarceló a 53.164 reos comunes, un número sin precedentes que se intensificó en los últimos años. Las autoridades presentan estas medidas como “gestos de paz y bien” orientados a la reunificación familiar.
“Las personas tienen derecho a oportunidades”, declaró la ministra del Interior, María Amelia Coronel Kinloch, el pasado 1 de noviembre, durante la liberación de un grupo de mil reos.
En lo que va de 2025, 8.400 presos fueron beneficiados, entre ellos condenados por robos, delitos violentos e incluso feminicidios. En varios casos, los liberados no llegaron a cumplir el 50% de su condena. Las imágenes oficiales los muestran sosteniendo actas de libertad y agradeciendo públicamente a Ortega y Murillo, un gesto que opositores y analistas consideran parte del aparato propagandístico sandinista.
Organizaciones sociales adverten un incremento de los feminicidios tras la liberación de reclusos condenados por violencia de género. Desde el exilio, la Fundación Sin Límites monitorea el fenómeno y sostiene que la reincidencia criminal no es un evento marginal.
“Los registros indican que un 7,18% de estas personas reincidió en la comisión de delitos, lo que evidencia que una proporción significativa de los liberados no logra reintegrarse plenamente a la sociedad ni abandonar conductas delictivas”, señala un análisis compartido a El País.
La percepción social también se resintió. Un sondeo de la organización Hagamos Democracia indicó que el 97% de los nicaragüenses percibe un aumento de la criminalidad. Ese dato contrasta con el discurso oficial, que promueve el perfil de los indultados como ciudadanos preparados para reintegrarse a la sociedad mediante programas pedagógicos y laborales. Las autoridades penitenciarias afirman que los reclusos acceden a estudios básicos y universitarios, además de actividades productivas como carpintería, panadería o soldadura.
No obstante, la Fundación sin Límites cuestiona la eficacia de estos programas al considerar “la posible baja calidad de los cursos” y la falta de atención a problemas estructurales como adicciones o salud mental.
La estrategia penitenciaria continúa y se consolida en los discursos oficiales como una política de reconciliación. Entretanto, la preocupación social en torno a la seguridad y la reincidencia crece entre ciudadanos y organizaciones, que observan cómo la violencia y el temor se convierten en parte del paisaje cotidiano de Nicaragua.
Desapariciones forzadas
Las denuncias sobre desapariciones forzadas se suman como una nueva dimensión a la represión política en Nicaragua. El régimen adoptó la práctica de arrestar opositores sin dejar registro judicial ni informar a sus familias, generando una situación de incertidumbre que vulnera el derecho internacional. En los últimos dos años, al menos dos detenidos aparecieron muertos tras quedar bajo custodia estatal, lo que incrementó el temor entre allegados y organizaciones humanitarias.
Diversas entidades documentaron cerca de tres decenas de detenciones sin información oficial. De los 73 presos políticos reconocidos públicamente, casi la mitad no figura en bases judiciales ni se conocen los cargos que se les imputan. Las familias recorren cárceles y comisarías sin respuestas, y denuncian amenazas de arresto o confiscación de bienes si insisten en buscar datos sobre sus seres queridos.
Entre los desaparecidos se encuentran líderes comunitarios, periodistas, docentes, pastores y miembros de pueblos indígenas, muchos de ellos adultos mayores o con enfermedades crónicas.
Los casos de Mauricio A. Petri y Carlos Cárdenas Cepeda ejemplifican la gravedad del fenómeno. Ambos fueron entregados a sus familias sin vida tras detenciones cuyo paradero nunca fue reconocido oficialmente. Las autoridades no permitieron autopsias ni brindaron explicaciones públicas.
“Si el Estado ha detenido a alguien y no informa a la familia dónde está, eso es una desaparición”, afirmó la experta en derechos humanos Barbara Frey. Aunque históricamente el término se asociaba a ausencias prolongadas, organismos internacionales reconocen que también incluye detenciones secretas de corta duración, como las que se reportan en Nicaragua.
El temor a represalias provoca que muchas familias eviten denunciar, lo que sugiere que la cifra real podría ser mayor.
La activista María Adela Antokoletz, presidente de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos, advirtió que “la aberrante práctica de la desaparición forzada continúa como medio para silenciar las denuncias”.
En un país donde la excarcelación masiva de reos comunes domina la agenda oficial, estas desapariciones operan en silencio, evidenciando un sistema que desplaza la discusión pública hacia la inseguridad cotidiana mientras encubre la persecución sistemática de la disidencia política.





