
Jerusalén no es una ciudad cualquiera. Es el ombligo del mundo espiritual.
Aquí, donde el sol quema las piedras milenarias y el viento susurra salmos y lamentos, se libra una guerra que trasciende lo geopolítico: es teológica, histórica, moral y, para quienes creemos en las Escrituras, escatológica. Como cristiano protestante que ama profundamente a Israel —no por nacionalismo, sino por fidelidad bíblica— escribo con el corazón dividido: entre la reverencia por el pueblo elegido de Dios y el dolor por los inocentes que sufren en Gaza. Entre la justicia y la misericordia. Entre la profecía y la humanidad.
La historia del conflicto no comenzó en 1948, ni en 1967, ni siquiera en 1917 con la Declaración Balfour. Comenzó hace 4.000 años, cuando Dios le dijo a Abraham: “A tu descendencia daré esta tierra” (Génesis 12:7). Esa promesa no fue simbólica. Fue geográfica, étnica y eterna. La tierra de Canaán —hoy Israel, Palestina, Gaza, Cisjordania— fue asignada por pacto divino.
Pero la historia humana no es un cuento de hadas. Tras los reinos de David y Salomón, vinieron las divisiones, las invasiones asirias, babilónicas, persas, griegas, romanas. En el año 70 d.C., Roma destruyó el Segundo Templo. En el 135 d.C., tras la rebelión de Bar Kojba, el emperador Adriano bautizó la tierra como “Siria Palestina” —un acto de borrado étnico deliberado, nombrándola por los filisteos, antiguos enemigos de Israel. Un necesario repaso histórico que no se hace en muchas iglesias para juzgar correctamente el asunto. El Señor jamás nos llamó a opiniones carentes de fundamento.
Durante 1.800 años, el pueblo judío fue dispersado, perseguido, masacrado —desde las matanzas medievales hasta el Holocausto nazi—, pero nunca dejó de rezar: “Si te olvidare, oh Jerusalén...” (Salmos 137:5). El sionismo moderno no fue una invención colonial, sino el clamor de un pueblo que volvía a su tierra prometida, con lágrimas y certezas.
Hoy, Israel enfrenta un enemigo que no busca coexistencia, sino aniquilación. Hamás, designado como organización terrorista por la UE, EEUU, y la ONU, tiene en su carta fundacional (1988, actualizada en 2017) un artículo 7 que cita un hadiz apócrifo: “Los musulmanes matarán a los judíos... hasta que el árbol y la piedra digan: ‘¡Musulmán! ¡Detrás de mí hay un judío! ¡Ven y mátalo!’”. Esto no es retórica. Es ideología genocida.
El 7 de octubre de 2023, Hamás perpetró la mayor masacre de judíos desde el Holocausto: 1,200 asesinados, cientos de mujeres violadas, niños secuestrados, ancianos quemados vivos. ¿Qué nación en el mundo no respondería? Israel tiene no solo el derecho, sino el deber moral de defenderse. La legítima defensa no es un concepto occidental; es un principio bíblico (Éxodo 22:2, Nehemías 4:17-18).
Pero aquí comienza el dilema moral.
Israel bombardea Gaza con precisión quirúrgica —dicen. Pero las imágenes no mienten: hospitales reducidos a escombros, niños sin piernas, madres buscando a sus hijos entre el polvo radiactivo. Según la ONU, más de 65,000 palestinos han muerto desde octubre —la mitad, mujeres y niños. Muchos, inocentes. Muchos, usados como escudos humanos por Hamás, que instala cohetes en escuelas y mezquitas.
¿Es esto proporcional? ¿Es ético? El derecho internacional exige distinción entre combatientes y civiles. Cuando un Estado democrático —como Israel— sacrifica inocentes en nombre de su seguridad, no solo viola el derecho humanitario: traiciona su propia alma.
Yo amo a Israel. Pero amar no es justificar todo. El profeta Amós le gritó a Israel: “¡Oíd esta palabra que el Señor ha hablado contra vosotros...!” (Amós 3:1). El amor verdadero confronta. Y hoy, muchos cristianos evangélicos —desde megachurches en Texas hasta influencers neopentecostales en Latinoamérica — aplauden cada bomba como si fuera un versículo del Apocalipsis cumpliéndose, sin preguntar: ¿dónde está la compasión? ¿Dónde está Cristo en medio del llanto de una madre palestina?
Sí, creemos que estamos en los “últimos días”. Que Jerusalén será el epicentro del fin de los tiempos (Zacarías 12-14, Mateo 24, Apocalipsis 16). Que el pueblo judío tiene un papel profético irreemplazable. Pero ¡cuidado! La escatología no es un videojuego teológico donde celebramos la destrucción como “señal del regreso de Jesús”. Eso es herejía moral.
Cristo lloró sobre Jerusalén (Lucas 19:41). No la celebró en llamas. Él, siendo judío, tuvo misericordia del samaritano, del romano, de la mujer sirofenicia. En la cruz, pidió perdón por sus verdugos. ¿Cómo, entonces, algunos cristianos hoy vitorean la muerte de niños palestinos como “cumplimiento profético”? Eso no es fe. Es fanatismo disfrazado de teología.
La profecía no anula la ética. La soberanía de Dios no exime la responsabilidad humana. Israel puede ser el instrumento escatológico de Dios y, al mismo tiempo, cometer errores morales que claman al cielo. Como lo hizo en el desierto. Como lo hizo en los tiempos de los reyes. Como lo hace hoy.
¿Cuál debe ser la postura del cristiano? No es elegir bando. Es elegir humanidad. Es orar —sí, orar— por la salvación de todos: por el soldado israelí que tiembla en la frontera, por el niño palestino enterrado bajo escombros, por el líder de Hamás que necesita arrepentimiento, por el primer ministro que toma decisiones con sangre en las manos.
Romanos 10:1: “Deseo de verlos salvos”. No dice “deseo verlos destruidos para que se cumpla la profecía”. Dice salvos. Eso incluye a judíos, musulmanes, ateos, terroristas y víctimas. Porque en Cristo, “no hay judío ni griego” (Gálatas 3:28). La cruz es más grande que cualquier conflicto terrenal.
Me preocupa ver a tantos cristianos que celebran sin saber. Que no conocen la historia de los refugiados palestinos de 1948 (Nakba), ni el bloqueo israelí a Gaza desde 2007, ni el rol de Irán financiando el terror, ni la corrupción de la Autoridad Palestina, ni la complejidad de los asentamientos. Celebran con banderas de Israel en sus iglesias, pero no leen los salmos de lamento, ni los profetas que denuncian la injusticia, ni el Sermón del Monte.
Estamos en tiempos finales. Lo siento en el aire. Cada día me convenzo más de que nuestra generación verá el gran cierre. Lo veo en las naciones contra Jerusalén (Zacarías 12:3). Pero el fin no nos exime del amor. Al contrario: nos obliga a amar con más urgencia.
Israel tiene derecho a existir, a defenderse, a prosperar —por pacto divino y por derecho humano. Pero también tiene la obligación moral de proteger al inocente, de no confundir venganza con justicia, de no permitir que su dolor legítimo se convierta en opresión ilegítima.
Y nosotros, los cristianos, debemos ser los primeros en llorar, en orar, en exigir justicia y misericordia. No somos cheerleaders de una nación. Somos embajadores del Reino que viene —donde “las naciones caminarán a su luz” (Apocalipsis 21:24), y donde “no habrá más guerra”.
Hasta entonces, no celebremos bombas. Oremos por paz. Verdadera paz. Shalom. Salam. No la paz del silencio forzado, sino la paz de la justicia restaurada, de la dignidad reconocida, del perdón posible.
Porque al final, no ganaremos un Pulitzer por tener razón. Ganaremos la corona de vida por amar como Cristo amó —hasta el extremo, hasta el enemigo, hasta el último aliento.
> “Buscad la paz de la ciudad... porque en su paz tendréis vosotros paz.” — Jeremías 29:7