
El 10 de agosto de 2016, miles de colombianos salieron a las calles vestidos de blanco, con distintivos azules y rosados, en una movilización ciudadana sin precedentes. Padres de familia, rectores, docentes, líderes religiosos y organizaciones de la sociedad civil se unieron en defensa de un ideal: la libertad de educar conforme a sus convicciones morales y espirituales.
El detonante fue la difusión de unas cartillas pedagógicas elaboradas por: Colombia Diversa, UNICEF, el FNUAP y el PNUD. Aunque dichos materiales no fueron una política oficial del Estado, su contenido generó profunda preocupación entre muchos sectores, especialmente por su enfoque en temas de sexualidad y género, percibido como una imposición ideológica sin debate público ni consentimiento familiar.
No ayudaba el hecho de que la entonces ministra de educación Gina Parody era una abierta activista LGTBI. Por eso la suposición de que tal material provenía del gobierno nacional no sonó nada extraña.
Aquel día, Colombia despertó. Mostró que cuando se toca el corazón de la educación —ese espacio sagrado donde se forman las conciencias, los valores y la identidad de las nuevas generaciones—, la sociedad responde. Pero hoy, nueve años después, esa misma energía parece haberse apagado.
El gigante civil que una vez marchó en defensa de la libertad educativa duerme nuevamente, mientras decisiones trascendentales se toman en los despachos del poder, muchas veces sin escuchar a quienes, día a día, educan en los hogares, las escuelas y las comunidades de fe.
Sí, hay esperanza. Aunque a veces parezca que el silencio ha vencido, aún hay quienes, con valentía y convicción, levantan la voz en defensa de la libertad para educar. Asociaciones de padres de familia, organizaciones de la sociedad civil, colegios cristianos que resisten desde el aula con currículos que honran sus principios, y pastores que, desde el púlpito, alertan sobre los riesgos de una educación desalmada, siguen en pie.
Algunos políticos cristianos, aunque escasos y muchas veces aislados, luchan con las uñas en las corporaciones, proponiendo debates, enfrentando el linchamiento mediático por atreverse a cuestionar lo políticamente correcto. Pero lo más doloroso no es la derrota; es la indiferencia. ¿Dónde estuvo la iglesia cuando se discutió la Ley Integral Trans? Mientras decenas de activistas ocupaban las barras del Congreso, defendiendo una agenda que redefine la identidad humana desde el Estado, del otro lado apenas había menos de diez personas representando a millones. ¡Millones! Porque Colombia es un país mayoritariamente cristiano: más del 70% de su población se identifica con el catolicismo o con denominaciones evangélicas.
Tenemos la capacidad numérica, espiritual y moral para montar una resistencia masiva, pacífica, firme. Podríamos llenar plazas, inundar redes, presionar con votos, educar desde casa y desde la comunidad. Pero en lugar de eso, muchos líderes religiosos guardan silencio, las congregaciones asisten al culto dominical como si nada estuviera en juego, y la gran mayoría ni siquiera sabe que están votando leyes que entrarán a las aulas de sus hijos.
La esperanza está, sí, pero está dormida. Y mientras el enemigo avanza con estrategia, disciplina y unidad, nosotros seguimos rezando sin actuar, creyendo que la fe sin obras bastará. No basta. La libertad no se defiende con silencio. Se defiende con presencia, con número, con decisión. Y si no despertamos, no será por falta de fe, sino por falta de coraje.
El riesgo de perder el derecho a educar conforme a nuestras convicciones no es una exageración. Es una realidad latente. Las políticas públicas en materia educativa, muchas veces impulsadas desde visiones ideológicas progresistas, tienden a homogenizar el pensamiento, a imponer un modelo único de persona y de familia, y a marginar voces disidentes bajo el pretexto de la “inclusión” o la “modernidad”. Y aunque el respeto a todo ser humano es fundamental, no puede hacerse a costa de anular la libertad de conciencia de millones de colombianos.
Las próximas elecciones presidenciales y legislativas no son solo un ejercicio democrático; son una encrucijada ética. Quienes lleguen al poder tendrán en sus manos decisiones que definirán el rumbo de la educación nacional: ¿será un sistema que respeta la diversidad de pensamiento y el papel primario de la familia en la educación? ¿O será un aparato estatal que monopoliza la formación de los niños y jóvenes, imponiendo una visión del mundo ajena a muchas realidades culturales y espirituales del país?
En este momento, es urgente que la iglesia, las comunidades de fe y todos los ciudadanos comprometidos con la libertad no se limiten a orar, sino también a actuar. Es tiempo de discernimiento, de formación, de diálogo. Es momento de que los pastores y líderes espirituales no solo prediquen desde el púlpito, sino que eduquen con claridad sobre los valores que están en juego, sin manipular, pero sin temor a nombrar la verdad. El “voto de los santos” no debe ser objeto de manipulación política; debe ser el fruto de una conciencia formada, libre y responsable.
Hoy, más que nunca, necesitamos recuperar el espíritu del maestro: aquel que no se arrodilla ante la presión ideológica, que defiende el aula como espacio de verdad, de diálogo y de transmisión de valores. No se trata de imponer, sino de tener el derecho a enseñar lo que uno cree con convicción, sin miedo a represalias. Porque educar no es solo transmitir conocimientos; es formar seres humanos íntegros, libres, conscientes de su dignidad.
Sí, podrían venir a la puerta de nuestras aulas, cuestionar nuestro enfoque, exigirnos silencio. Pero jamás aceptaremos ser cómplices del vacío moral. Seguiremos hablando de la vida, de la familia, de la libertad y, sobre todo, de Dios. Porque si un día nos prohíben mencionar Su nombre en el espacio educativo, cerraremos el aula… y abriremos un puesto de arepas, como dijo con ironía y sabiduría una gran líder educativa. Pero no será un retiro: será una resistencia pacífica, creativa, firme.
Porque la educación no pertenece al Estado. Pertenece a los padres. Pertenece a la sociedad. Pertenece a quienes creen que formar ciudadanos no es adoctrinar, sino liberar.
¡Libertad para educar!
Por nuestros hijos, por nuestro país, por el futuro.