
En medio del bullicio navideño —luces que titilan, villancicos que suenan en bucles, sonrisas obligadas y reuniones familiares cargadas de tensión no dicha— hay quienes ven la Navidad no como una fiesta, sino como un recordatorio doloroso. No cantan “¡Feliz Navidad!”, sino que susurran en silencio: “¿Para qué celebrar?”
Muchos se autodenominan “Grinch” como si fuera un meme inofensivo, un disfraz cómodo para disfrazar el dolor. Pero el verdadero Grinch —ese personaje verde y solitario de las montañas heladas— no era malvado por vocación. Era un alma herida, resentida, cuyo corazón “era dos tallas más pequeño de lo normal”… no por defecto biológico, sino por años de rechazo, de exclusión, de soledad no elegida.
La historia, creada por el genial Dr. Seuss y popularizada en múltiples adaptaciones cinematográficas, sigue conmovedora: el Grinch odia la Navidad. No por capricho, sino porque esa fiesta lo confronta con todo lo que no tiene: comunidad, amor, pertenencia. Así que decide robarla… hasta que, en un giro inesperado, escucha a una niña llamada Cindy Lou cantar… sin regalos, sin árbol, sin nada… pero con fe. Y en ese instante, su corazón crece. Tres tallas.
Este cuento resonante es más profético de lo que muchos imaginan. Hoy, millones de “Grinches” caminan entre nosotros. No odian la Navidad por maldad, sino porque en estas fechas afloran las heridas más profundas: duelos no elaborados, familias rotas, soledad crónica, depresión disfrazada de cinismo. La Navidad, con su mensaje de alegría universal, puede convertirse en una tortura silenciosa para quien no siente nada que celebrar.
Pero aquí radica el milagro.
La Navidad no nació en medio de perfección. Nació en un establo frío, con un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre, mientras afuera rugía el imperio más poderoso del mundo. No fue una fiesta, sino una invasión de amor en la historia. Dios no bajó para los que tenían todo, sino precisamente para los “Grinches” del mundo: los marginados, los rotos, los que no creían ya en milagros.
Jesús es el verdadero antídoto del corazón encogido.
Él no exige alegría fingida. No necesita villancicos perfectos ni regalos costosos. Solo pide una rendición: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
El Grinch encontró redención no en los regalos que devolvió, sino en el amor que recibió sin merecerlo. Así es el evangelio. Así es Jesús. No espera que arregles tu vida antes de acercarte. Él viene a ti… en medio del frío, en medio del resentimiento, en medio del “ya no aguanto más”.
Y sí: el Grinch puede conocer a Jesús.
De hecho, Jesús ya lo conoce.
Lo llama por su nombre.
Lo ve en su cueva, con su corazón pequeño… y le dice:
“Hijo, bájate. Estás invitado.”
Esta Navidad, si sientes que eres un Grinch, no te escondas. No te culpes. Tu dolor es válido… pero no es el final de tu historia. Porque el mismo Niño que nació en Belén nació para sanar corazones agrietados. Y en Su presencia, hasta el más amargado puede descubrir que la Navidad no es una fiesta de consumo… sino el momento en que el Amor mismo tocó la tierra… y tocó tu puerta. Hay un poema de Jesús Adrián Romero que resulta oportuno para complementar el mensaje de esta columna y mover las fibras del corazón de nuestros lectores:
“Dicen por ahí que Dios se ha vuelto loco,
Que se hizo un niño pobre y que creció en el barro
como tú y yo.
Dicen que una niña campesina lo tomó en sus manos,
lo arrulló en sus brazos, y le daba amor.
Dicen por ahí que Dios se ha vuelto loco.
Que dejó el cielo y a sus ángeles en Gloria,
y con maleta en mano se mudó a nuestra colonia,
y sin más protección que sus sandalias rotas
vino a compartir nuestro pan y nuestras derrotas.
Dicen que dejó su trono allá en el monte santo,
para sentarse donde los culpables tienen su banco,
y que abandonó el paraíso prometido
para conocer en carne propia mis infiernos más temidos.
Dicen que Dios se ha vuelto loco.
Que llegó esa noche de sorpresa cuando
no esperábamos a nadie en nuestra mesa,
cuando ya creíamos que Dios nos había olvidado,
y no contábamos con que quería caminar a nuestro lado.
Dicen que huyó de su tierra natal, y como emigrante
tuvo que esconderse al caminar.
Refugiado en el silencio, perseguido por la ley.
Ese fue su pan y la copa agria que escogió beber.
Dicen que esa fue su locura, que siendo el eterno e inalcanzable,
se hizo el invitado en nuestro hogar,
que aceptó las reglas de nuestro juego
y en nuestras suelas quiso caminar.
Dios se enamoró de ti, de mí cuando éramos necios





