Hace quince años, comencé a investigar sobre el suicidio juvenil como parte de mis estudios de posgrado. Desde entonces, he podido conocer muchísimas historias de dolor vinculadas a este flagelo que es creciente, desafiante y muy triste.
Creo que lo más importante que tenemos que reconocer como Iglesia es que el suicidio es mucho más que “un pecado imperdonable”. Se trata del desenlace de procesos de sufrimiento subjetivos muy profundos, generalmente ligados a problemas en la salud mental, que muy pocas veces surgen para ofender a Dios. De lo que he podido conocer el fallecimiento por suicidios es producto de un gran agotamiento y de un proceso a veces más largo, a veces más breve, en el que las personas han atravesado un gran dolor inconsolable. No he conocido casos donde alguien se suicida con el deseo de desafiar la soberanía de Dios.
Esto para mí es un punto de partida necesario para que activemos más la compasión que el juicio. Al menos podemos poner en duda qué lleva a una persona a pensar en terminar con su vida, para poder así escuchar con amor, con cuidado y con sensibilidad la historia de alguien que está pensando en suicidarse, o lo ha intentado y sobrevive o sufrir junto a alguien que ha perdido a un familiar por suicidio.
Desde el punto de vista de la prevención, una clave fundamental es dejar de lado el imperativo de la felicidad (hay que ser felices siempre) y generar comunidades donde podamos compartir lo que nos duele, lo que nos frustra y nos cuesta sin llenarnos de culpa de ser malos creyentes.
Cuando alguien está doliente, la iglesia debe abrazar con amor compasivo y acompañar a la persona en la búsqueda de alivio. Un alivio que vendrá sin dudas de la obra del Espíritu Santo que es nuestro consolador y que muchas veces también utilizará recursos terapéuticos que acompañen el proceso de sanidad.
Deberíamos ayudar a nuestros jóvenes, adolescentes, y niños —hay suicidios infantiles también— a aprender que las cosas pueden salir mal, pero podemos pedir ayuda, que podemos equivocarnos y tener otra oportunidad, qué podemos defraudar a otros, pero Dios siempre está listo para restaurarnos y ayudarnos. En eso consiste la esperanza: hay futuro, pase lo que pase, porque Dios está con nosotros y nos ama. Las personas podrán recibir y reconocer ese amor de Dios si lo viven en su trato con los demás de la iglesia.
Cuando alguien está doliente, la iglesia debe abrazar con amor compasivo y acompañar a la persona en la búsqueda de alivio.
La pastoral de los errores y fracasos debe crecer. Tenemos que animarnos a restaurar y no dañar. Tal como se describe en Isaías 42.3 el ministerio del Señor: “no acabará de romper la caña quebrada ni apagará la mecha que arde débilmente”. Nuestra responsabilidad es cuidar a los débiles y ser pacientes (1 Tesalonicenses 5.14) ayudando a quiénes sufren a seguir adelante en la fe.
La posibilidad de que alguien piense en terminar con su vida existe y crece día a día. Sería incorrecto pensar que en nuestras congregaciones no está pasando. Debemos animarnos a preguntar, a sacar el tema y a pastorear a las personas que sufren para poder prevenir el suicidio. Si hacemos de cuenta que a nosotros nunca nos podría pasar, el enemigo toma ventaja de nuestra actitud negadora y negligente.
Vivimos en un tiempo donde los datos dicen que “cada año, más de 703.000 personas se quitan la vida tras numerosos intentos de suicidio, lo que corresponde a una muerte cada 40 segundos”.
Es abrumador, pero con nosotros está quién derrotó a quién tenía el “imperio de la muerte” (Hebreos 2.14) por su muerte de amor y su resurrección.
¡Qué la victoria de Jesús nos llene de fe, esperanza y amor para bendecir y cuidar a las nuevas generaciones!