El poder de los gestos: Francisco, un papa que marcó con símbolos

El poder de los gestos
"¿Para qué sirve un gesto? No borra siglos de persecución ni reescribe la historia, pero le pone cuerpo al perdón. Le da un rostro". Claudia Florentin Mayer Foto: Vaticano / L'Osservatore Romano

Conocí a Jorge Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, en 2004, cuando era pastora de una iglesia con fuerte vocación ecuménica e interreligiosa. En aquellos encuentros, siempre primó el respeto y una mirada amorosa, incluso en las diferencias. Pero lo que más perdura en mi memoria no son sus discursos teológicos, sino aquellos gestos pequeños que revelaban una humanidad profunda.  

En una ceremonia ecuménica, mientras me preparaba para hablar, mi hijo pequeño estaba inquieto a mi lado en la sacristía. Bergoglio, al notar mi intención por calmarlo sin descuidar el rol, me dijo con sencillez: "Sí, hacé eso que querés: cargalo y lleválo con vos. El ecumenismo también tiene que conocer esta realidad: sos madre, sos pastora, sos mujer". Así fue: pasé al altar con mi hijo en brazos y hablé del ecumenismo vivido desde lo cotidiano, enseñado desde la cuna. Ese acto se convirtió para mí en un símbolo poderoso: la fe no se vive desde la perfección, sino desde las urgencias y contradicciones de la vida real.  

Otra vez, en la iglesia donde yo pastoreaba, coincidimos nuevamente. Antes de irse, se detuvo a bendecir a mis hijos con una oración. Ese gesto lo recordamos con emoción cuando fue elegido papa, aunque nosotros —nacidos y criados en el mundo evangélico— habíamos crecido viendo al catolicismo desde "la vereda de enfrente", como tantos en nuestra tradición.  

Un papa de signos
Francisco fue un papa de gestos profundos, de símbolos que resonaron en una Iglesia ya saturada de ellos. 

Pero sus signos tenían un peso distinto: no eran rituales vacíos, sino actos cargados de intención. 

En 2015, en el templo valdense de Turín, pronunció palabras históricas: “Es por iniciativa de Dios, que nunca se rinde ante el pecado del hombre, que se abren nuevos caminos para vivir nuestra fraternidad, y no podemos evitarlo. En nombre de la Iglesia Católica os pido perdón. Os pido perdón por las actitudes y comportamientos no cristianos, incluso no humanos, que hemos tenido contra vosotros a lo largo de la historia. En el nombre del Señor Jesucristo, perdónanos”.

¿Para qué sirve un gesto? No borra siglos de persecución ni reescribe la historia, pero le pone cuerpo al perdón. Le da un rostro. Para el pueblo valdense, aquel momento fue un signo tangible de reconciliación, un reconocimiento de que el poder eclesiástico había pisoteado, en nombre de Cristo, el mandato mismo de Cristo.  

La paradoja de lo pequeño
En un mundo donde las iglesias acumulamos discursos y declaraciones, Francisco recordó que lo esencial ocurre en lo cotidiano: ¿cómo tratamos al otro, a la otra? 

Claro, muchos esperábamos más de él: reformas estructurales, denuncias más contundentes, especialmente para las mujeres y quienes están marginados dentro de la propia Iglesia Católica. Pero juzgar su pontificado desde fuera de esa maquinaria milenaria y patriarcal es fácil.  

Como protestante, prefiero mirarme primero: ¿cuánto hemos cambiado nosotros? ¿Hemos derribado nuestros propios autoritarismos, nuestras hipocresías, nuestros machismos encubiertos?  

El examen que nos toca
Jesús dijo: "Por sus frutos los conocerán" (Mateo 7:16). No preguntó por doctrinas impecables ni por declaraciones, sino por hambrientos saciados, enfermas visitadas, puentes tendidos. Francisco, con todas sus limitaciones encarnó esos frutos en gestos que incomodaron: lavó los pies a presos, abrazó a personas con discapacidad, recibió a migrantes, escuchó a la diversidad, acompañó a Palestina y denunció la “globalización de la indiferencia”.  

Su legado no es el de un reformador triunfante, sino el de un sembrador. Quizás ahí esté su enseñanza más perdurable: en un mundo obsesionado con lo grandioso, lo verdaderamente revolucionario suele ser “elegir lo humano”. Y eso, al final, es lo que queda: los gestos que, como semillas, siembran la posibilidad de un mundo distinto.  

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