
La tarde del lunes 3 de noviembre, el Movistar Arena en Bogotá Colombia se convirtió en un símbolo inesperado: no de espectáculo, sino de esperanza política. Allí, sin “tamales”, sin buses contratados, sin coacciones clientelistas, 15.000 personas se congregaron para escuchar al precandidato presidencial Abelardo de la Espriella en lo que ha sido llamado la Gran Convención Nacional “Defensores de la Patria”.
Miles más se conectaron en vivo desde cada rincón del país. No fueron movidos por dádivas, sino por un profundo sentido de pertenencia a una causa que, aunque aún en formación, ya ha logrado lo que muchos consideraban imposible: movilizar con ideas, no con intereses.
Lo que sucedió en ese escenario evocaba ecos del pasado glorioso de nuestra república. Ver a Abelardo hablar con pasión, firmeza y claridad ante una multitud vibrante traía a la memoria las plazas colmadas de un Jorge Eliécer Gaitán, no por coincidencia ideológica —muy al contrario—, sino por la fuerza de la oratoria que apasiona, que convoca, que transforma la política en un acto colectivo de fe en el futuro. Porque sí: esta es la buena política. Aquella que nace del corazón del pueblo, que no necesita sobornar para ser escuchada, que no teme al debate ni al disenso, pero que tiene la firmeza de defender lo que cree justo.
Abelardo de la Espriella no es un recién llegado a la vida pública. Abogado de formación, empresario por necesidad y defensor incansable de la libertad individual, ha estado presente en los escenarios más álgidos de la confrontación ideológica en Colombia. Pero más allá de su hoja de vida profesional, lo que distingue a De la Espriella es su valentía moral. En un país donde muchos políticos susurran lo que el establishment quiere oír, Abelardo dice en voz alta lo que millones piensan en silencio. No teme al descrédito mediático ni a la persecución judicial. Por el contrario, ha convertido esas adversidades en banderas de resistencia.
Y lo más importante: ya superó con creces el umbral de firmas exigido por la Registraduría Nacional para avalar su candidatura presidencial. Sin el apoyo de maquinarias partidistas, sin recursos ilimitados, logró movilizar a ciudadanos comunes que firmaron con entusiasmo porque ven en él una alternativa auténtica. Ese logro no es técnico ni burocrático; es profundamente político. Es la prueba de que un mensaje claro, coherente y valiente encuentra eco en un pueblo cansado de promesas vacías.
La convocatoria no fue solo ideológica, sino también espiritual. Entre el público y los oradores destacaron rostros ineludibles del voto cristiano en Colombia: Viviane Morales, exfiscal general, excongresista y excandidata presidencial; Carlos Alonso Lucio, exguerrillero del M19 y líder político cristiano; el exsenador Jhon Milton Rodríguez, candidato presidencial en elecciones anteriores por el fallido Partido Colombia Justa Libres; y el concejal bogotano Marco Acosta, clave para articular el apoyo evangélico en la capital; Oswaldo Ortiz, recordado activista cristiano contra la ideología de género. Incluso figuras como el futbolista Faustino Asprilla, el comunicador Daniel Habif, el referente intelectual de la derecha Agustín Laje y la periodista Eva Rey, todos con un denominador común: la defensa de la libertad, la nación y los valores que han cimentado la civilización occidental.
El pastor Miguel Arrazola, con su voz serena y profética, oró por el país y por el precandidato, sellando así un pacto no de sumisión ciega, sino de acompañamiento crítico y esperanzado. Porque no se trata de ungir mesías, sino de apoyar a quienes merecen la confianza del pueblo por sus principios, no por sus promesas.
No caigamos en el emocionalismo fácil ni en el mesianismo peligroso. Abelardo no es “el Ciro de Dios”. Pero sí es un hombre que, con claridad, defiende principios que coinciden con los nuestros: la vida desde la concepción hasta la muerte natural, la familia como núcleo irremplazable de la sociedad, la libertad religiosa, la seguridad ciudadana, la soberanía nacional y el rechazo frontal a la ideología de género. Y lo hace sin rubor, sin doble discurso, sin esconderse cuando los medios lo señalan. Eso, en tiempos de cinismo político, es un acto de coraje.
Se le ha comparado con Nayib Bukele, con Javier Milei, con Donald Trump. Tal vez hay rasgos comunes: la franqueza, la ruptura con la clase política tradicional, la defensa intransigente de la soberanía nacional y los valores judeocristianos. Ojalá Colombia tenga en Abelardo lo que esos países han encontrado en sus líderes: no un salvador, sino un instrumento de cambio ordenado, firme y ético.
Este evento no fue solo un mitin; fue un síntoma. Un termómetro de lo que late en el corazón de millones de colombianos cansados del caos, del populismo y de la permisividad moral. Noviembre será un mes clave: el Centro Democrático definirá su candidato presidencial y sus listas al Senado y Cámara. Además, la Misión Carismática Internacional, actor histórico del voto cristiano en Colombia, también se prepara para dar anuncios trascendentales. Los tiempos se cumplen, y la comunidad de fe no puede quedarse al margen. Tenemos la responsabilidad de discernir, orar y actuar con sabiduría, pero también con valentía.
Abelardo ha demostrado que puede convocar, que puede emocionar, y que puede representar sin vergüenza a los que creemos en una Colombia fundada en Dios, en la justicia y en la verdad. Que la derecha no desperdicie esta oportunidad. Que los cristianos no nos quedemos en la tribuna. Porque cuando el tigre ruge, la izquierda tiembla… y el pueblo despierta. Y este despertar, si lo cultivamos con prudencia y fe, podría ser el alba de una nueva Colombia.





