
“Yo, Juan Sebastián Cortés Caballero, en vista de la horrible noche por la que atraviesa el país, he decidido aspirar a la presidencia de la República como un deber moral. Mi conciencia no me permite permanecer en silencio mientras el tejido social se desgarra, mientras la esperanza se apaga y la justicia claudica. Es hora de que los hombres y mujeres de bien tomen las riendas. Por eso, con humildad y firmeza, anuncio mi candidatura…”
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…¡Detengan los juicios! Porque esto… esto jamás sucederá. Ni en sueños. Ni en pesadillas. No. No me lanzaré ni hoy ni nunca. Y no por falta de convicción, sino por exceso de cordura. Porque en un país donde ya hay más de 70 precandidatos presidenciales —sí, leyó bien: setenta—, lanzarse no es un acto de valentía. Es un acto de ruido. De distracción. De narcisismo disfrazado de patriotismo. Entre esos 70 se encuentra incluso el mismísimo Batman, roguemos que no entre también Superman en la contienda, de ser así tendríamos unas elecciones de película.
Volviendo al tema, ¿Setenta? ¿En serio? ¿Acaso creemos que Colombia es una república de Grecia antigua, donde cada ciudadano debatía en la ágora con toga y olivo en la cabeza? No. Esto es el circo romano, pero sin leones —aunque algunos candidatos parecen dispuestos a devorarse entre sí por un minuto en televisión. Y lo peor: muchos ni siquiera aspiran a ganar. Aspiran a negociar. A aparecer. A convertirse en “ficha de cambio” en la mesa de algún cacique que sí tiene chance. No buscan la presidencia: buscan burocracia. No quieren gobernar: quieren figurar.
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¿Dónde está el estadista?
Winston Churchill, ese gigante de la historia que entendía que gobernar es cargar con el peso del destino colectivo, dijo una vez:
“El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones” En otras palabras un estadista es alguien que puede decir ‘Mañana’ cuando todos los demás gritan ‘¡Ahora!’.
Eso. Eso es lo que necesitamos. No gritos. No promesas mágicas. No selfies con el pueblo. Necesitamos estadistas —no estatistas. Porque hay una diferencia abismal, y es la que separa la grandeza de la miseria.
El estadista piensa en generaciones, no en encuestas. Edifica instituciones, no clientelas. Sacrifica su ego por el bien común. El estatista, en cambio —ese que confunde el Estado con su coto privado—, es el que conduce a los países a la ruina moral, económica y espiritual. Es el que cree que gobernar es repartir cargos, no construir futuro. Es el que usa la política como trampolín, no como altar de servicio.
Y hoy, con 70 nombres flotando en el aire como globos de feria, lo que más abunda no son estadistas. Son estatistas. O aspirantes a serlo. Gente que confunde la vocación con la ambición, el liderazgo con la exposición, el sacrificio con la estrategia de marketing.
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Madurez política: el antídoto olvidado
Definámosla con claridad, porque es urgente:
Madurez política es la capacidad de leer el momento histórico con lucidez, discernir entre lo urgente y lo trascendente, y actuar con una ética que equilibra el interés personal —inevitable en la praxis humana— con el imperativo del bien común. Es saber cuándo avanzar, cuándo ceder, cuándo unirse, cuándo callar. Es entender que el poder no es un trofeo, sino un mandato temporal que se ejerce en nombre de los que no tienen voz.
La madurez política no niega la ambición —eso sería inhumano—, pero la domestica. La pone al servicio de algo más grande que el currículum vitae. Y en este momento, esa madurez exigiría, por ejemplo, que muchos de esos 70 precandidatos se sentaran a conversar, a construir coaliciones reales, a definir un proyecto común, en vez de fragmentar aún más el voto y el sentido.
Porque esto no es democracia en su esplendor. Es democracia en su confusión. Y la confusión, como bien sabía Churchill, es el caldo de cultivo del populismo, del autoritarismo, del desgobierno.
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Así que no, no me lanzaré. Pero sí me atrevo a preguntar —con respeto, con dolor, con esperanza—:
¿Dónde están esas mentes lúcidas que necesita el país?
¿Dónde están los que entienden que este no es momento de multiplicar candidaturas, sino de unificar propósitos?
¿Dónde están los que saben que salir de Petro es una necesidad para un proyecto de reconstrucción patria?
¿Dónde están los que prefieren construir en la sombra antes que aparecer en la pantalla?
Porque Colombia no necesita setenta voces gritando al mismo tiempo.
Necesita tres o cuatro que sepan escuchar.
Necesita líderes que entiendan que el silencio estratégico puede ser más poderoso que el grito mediático.
Necesita estadistas —no estatistas— que entiendan que gobernar no es ocupar un cargo, sino honrar un mandato.
Y sobre todo, necesita que quienes aspiran a conducirla recuerden algo elemental:
La política no es un reality show.
Es un sacerdocio.
Y como tal, exige vocación, sacrificio… y sobre todo, madurez.